Los derechos de las personas mayores en la Constitución Nacional

Por María Isolina Dabove, Investigadora Principal del Conicet. Profesora de Derecho de la Vejez de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires.

El día 30 de noviembre de 2022 se publicó en el Boletín Oficial de la República Argentina la Ley Nacional 27.700, que otorga jerarquía constitucional a la Convención Interamericana sobre Protección de Derechos Humanos de las Personas Mayores.

¿Qué significa este logro? ¿Qué consecuencias jurídicas genera esta declaración? En primer lugar, este paso a hecho que se haya ampliado el catálogo de derechos humanos, conforme lo establece el artículo 75 inc 22 de la propia Constitución argentina, Ha permitido que los derechos de las personas mayores contenidos en la Convención estén en paridad con los derechos de otros grupos en situación de vulnerabilidad (niñez, mujeres, diversidades, personas con discapacidad, minorías, entre otras).  

También, compromete a los tres poderes del Estado a concretar los derechos y deberes contenidos en este Tratado, Así, El PL tiene que desarrollar leyes para concretar sus disposiciones y hacer los ajustes normativos que el Tratado requiere para hacerlo realidad. Impone al Poder Ejecutivo a poner en marcha políticas públicas que garanticen la igualdad de trato de y oportunidades constitucional y convencionalmente consagradas. Y lo más importante: obliga a los jueces a resolver los conflictos con base es estos estándares en igualdad y sin discriminación.

Difícilmente el otorgamiento de esta jerarquía constitucional hubiera encontrado momento más oportuno que el de hoy porque, a partir de la pandemia, se nos hicieron más patentes las profundas y extendidas contradicciones culturales que sostenemos en torno a la vejez.

Mientras, por un lado, queremos ser longevos y llegar a vivir más de 100 años, por el otro, no queremos asumir los cambios bio-psico-sociales que esta etapa trae para cada una de nosotras y nosotros.

Como nunca en la historia de la humanidad, tenemos el privilegio de ser parte de un mundo “gerontoglobalizado” por el envejecimiento sostenido de la población que se registra en todo el planeta. También, asistimos a la mayor sobrevida de las mujeres, ya que son muchas más que los varones las que alcanzan largas vejeces. En nuestro país, por ejemplo, hay una y media mujer por cada varón entre las personas de 60 a 74 años, y hay dos y media mujeres por cada varón, entre la población de 75 y más. En síntesis, componemos una sociedad longeva y altamente feminizada, lo cual no es poco decir en la “era de la igualdad de género”. Sin embargo, irónicamente, las personas mayores, -sin distinción de géneros, clases o cualquier otra condición-, siguen siendo motivo de destrato, de invisibilización y de implícito (y a veces, explícito) desprecio cultural, a causa de sus edades avanzadas,

En pocas palabras, son blancos de prácticas “viejistas”, es decir, de conductas y costumbres que terminan siendo discriminatorias por la propia “vejez” que encarnan (gerontoglobalización vs. viejismos). También por ello, son víctimas invisibles de abusos, maltratos y violencias, entre las cuales la mayoría son mujeres, todo lo cual contrasta con una cultura que se precia discursivamente de ser respetuosa de la vejez (respeto vs. violencia).

Otra paradoja importante que alimentamos de manera cotidiana es la que se da entre el paradigma del envejecimiento activo, productivo y saludable, que sostienen la Gerontología actual y la propia Convención que estamos ahora abordando, y su contracara: la visión naturalizada de la vejez como enfermedad, riesgo, o costo social. En la pandemia, por ejemplo, recordemos la cantidad de muertes que podrían haberse evitado en todo el mundo si no se hubiesen aplicado criterios sanitarios utilitaristas y eugenésicos sobre el valor de la vida humana, que afectó en gran medida a las personas que residían en los geriátricos por no darles la atención que requerían y que podía efectivamente brindárseles  (Vejez activa, productiva y saludable vs. Población de riesgo y exclusión sanitaria).

Asimismo, es frecuente que nos relacionemos con las personas mayores y desarrollemos políticas sociales con sesgos paternalistas, bien intencionados, pero no siempre necesarios para este sector de la población. Así, con el afán genuino de cuidar, olvidamos preguntarnos con anterioridad si las personas mayores a las cuales nos estamos dirigiendo, efectivamente necesitan de nuestra intervención. Más aún, damos por hecho que ninguna persona mayor tiene discernimiento o competencia suficiente para tomar decisiones razonables y acordes cada situación requiera. También validamos el prejuicio generalizado que indica que todas las personas envejecen de la misma forma, que se deterioran en igual medida, y que irremediablemente todas se vuelven dependientes de manera similar. No obstante, la vida a nuestro alrededor nos muestra una realidad diferente ya que las personas no envejecemos de manera uniforme. Cada una está atravesada por su propia biografía, por su específica realidad económica, cultural y, también por su género, entre otras circunstancias (protección vs. autonomía personal).

Asimismo, la conquista de la longevidad puso en evidencia sin ningún tipo de eufemismos, otra gran paradoja: vivimos más, pero lo hacemos en peores condiciones. Nuestras posibilidades de acceso a bienes, recursos, servicios, o asistencia empiezan a angostarse. A partir de nuestra fecha de cumpleaños 60, 65, 70 años o más, muchas oportunidades se cierran sin otro fundamento más que el “riesgo económico” que a esa edad la persona conlleva y se abre así un proceso injustificado de desigualdades sobrevinientes por la vejez, que impactan de manera negativa en cada persona, en clara desventaja respecto del resto de la población. En pocas palabras: se achican nuestras alternativas de participación, productividad o desarrollo, sin otro fundamento más que el cronológico, generando un proceso de empobrecimiento que cierra toda posibilidad de construir una sociedad inclusiva para todas las edades de la vida (desarrollo vs. pobreza).

Finalmente, en estos tiempos, sobre todo a partir del Covid-19, se ha hecho visible el grosero proceso de exclusión de las personas mayores del mundo digital. Ese mismo universo que hoy que nos permite a todos seguir comunicados, menos a ellos, a causa del analfabetismo tecnológico al que se los ha sometido por los mismos prejuicios viejistas mencionados (inclusión digital vs analfabetismo gerontológico).

Por ello, haber declarado la jerarquía constitucional de la Convención Interamericana sobre la Protección de los Derechos Humanos de las Personas Mayores no sólo ha sido un acto de justicia para ellos. Constituye un hito, una clara señal y un mensaje de esperanza, dirigido a la humanidad en su conjunto.

Esta declaración expresa el férreo compromiso comunitario y estatal de trabajar en el desarrollo de herramientas que resuelvan estas múltiples contradicciones, que rescaten la autonomía personal de los viejismos culturales, que igualen las condiciones de vida dando lugar a nuevas y mejores oportunidades para las personas mayores, y refuercen las libertades fundamentales de quienes, hasta ahora, no estaban en paridad de derechos, conforme lo establece nuestra Constitucional Nacional.

En suma, a partir de ahora, nuestra comunidad cuenta con mejores y más potentes herramientas para derribar los viejismos invalidantes, y para asumir el “enfoque gerontológico”, y vivir de acuerdo con el paradigma del derecho de la vejez que impone esta misma Convención en su artículo 32.